Columna
sin nombre
Pablo
Jair Ortega
2 de
SEPTIEMBRE de 2015
ADIÓS,
ARQUI
El
profesor Danilo Valenzuela (+), director de la escuela Justo Sierra, nos había
recomendado a Armando Preciado y a un servidor que buscáramos a René Reséndiz,
alias “El Abuelo”. ¿El motivo? La inquietud por tener espacios donde escribir y
llevar una orientación literaria en un pueblo donde lo más que se memoriza de
lectura, es el Contrato Colectivo de Trabajo del sindicato petrolero.
Llegamos
entonces a la Casa de Cultura de Minatitlán, un miércoles por la noche, donde
se reunía un grupo de amigos a compartir textos y a hablar del mundo de las
letras. Si no mal recuerdo, en esa primera reunión estuvieron presentes el
desaparecido periodista Blandelino Alor Alor, la maestra Lucina Facundo, el
escritor Luis Chávez Fócil, el arquitecto Fernando Vázquez Chagoya y otros
personajes que me apena no poder recordar. Don René se excusó y lo encontramos
posteriormente en su casa, donde nos recibía con la puertas abiertas y nos
acabábamos sus cigarros Alitas.
Cuando
nos preguntaron el motivo de nuestra presencia, dijimos que veníamos a conocer
al “Abuelo”, que nos gustaba escribir y que queríamos aprender. Entonces
supimos que el grupo se llamaba “Café Literario” y estaba conformado por
intelectuales de la región, aunque no sabíamos ni qué chingaos significaba la
palabra “intelectual”.
Por
suerte, por recomendación o porque inspirábamos ternura, pero ese grupo nos
aceptó en sus filas, y desde entonces cada miércoles íbamos religiosamente a
las sesiones de “Café Literario”. Allí nos codeamos con gente letrada y culta,
a quienes leíamos nuestros intentos de poemas y cuentos. En su mayor auge,
“Café Literario” llegó a recibir a Sergio Pitol y a Luis Arturo Ramos, con
quienes hubo charlas en corto (y este zopenco se perdió).
El alma
de “Café Literario”, en ese entonces, se resume en dos personas: Blandelino
Alor Alor y Fernando Vázquez Chagoya, muy amigos, casi hermanos. Hoy juntos
otra vez en alguna cantina celestial.
Blandelino,
como coordinador, era quien convocaba a las reuniones de los miércoles, que a
veces cambiaba de sede y se realizaba en casas de los integrantes del grupo.
Inevitablemente, la mayoría de las veces esos miércoles se transformaban en
tertulias y posteriormente en noches de bohemia, que a un par de mozalbetes les
encantaban porque mamaban cerveza gratis y podían presumir de llegar “crudos” a
clases porque habían estado tomando con gente mayor que ellos. Que ya eran
niños grandes que se codeaban con puro caca grande: abogados, arquitectos,
ingenieros, músicos, escritores, profesores, etc.
Quien
siempre metía el desorden, invariablemente, era el arquitecto. Amante de la
vida, contador de chistes profesional, cotorreador de medio mundo; era ese
personaje el cual se presentaba para contagiar optimismo y buen humor,
especialmente porque en esa época, el adolescente de ese entonces y escribe
esto, pasaba por momentos de depresión muy al estilo Kurt Cobain.
El
“Arqui” fue, en lo personal, un refugio al cual se acudía a pedirle consejos y
para orientación en la vida. Visitarlo en su despacho era todo un agasajo, no
sólo por la gran cantidad de curiosidades que tenía a la vista como
fotografías, obras de arte pintadas por él mismo, un palo de lluvia enorme, la
media taza de café para el jefe que siempre jode con que nomás quiere “media
taza de café”, el poster de Marilyn Monroe o la fotografía original donde se
comprobaba que esta no era rubia natural.
Con el
tiempo te dabas cuenta que el “Arqui” era tan buen amigo de Minatitlán, que
todos pasábamos a lo mismo: a platicar con él, a escucharlo contar anécdotas
(muchas muy divertidas); que en esa banca frente a su escritorio, podías
encontrarte a mucha gente visitándolo, preguntándole cosas, pidiéndole
consulta; que ahí pasaban periodistas, políticos, artistas, abogados,
intelectuales, de todo.
Y es que
Don César, el entrañable patrón, siempre reconoció una cosa: “El más
inteligente de mis hermanos es Fernando”.
--Debe
ser porque el Arqui es Acuario y los acuarianos así somos-- le respondía en son
de broma.
Pero sí,
el arquitecto era un ser brillante. Tenía una capacidad y sentido común que le
permitían apreciar la vida de una manera muy sencilla; además, fiel al estilo
de los Vázquez Chagoya, nunca dejó de tener alma de joven. Hasta sus últimos
días, todavía echaba desmadre por Whatsapp con sus sobrinos, así, como
cualquier impúber.
Todavía
recuerdo que en una de esas guarapetas, en el desaparecido bar Jaripeos, el
arquitecto demostraba lo que era ser cabrón (“porque el chaparrito es cabrón”,
como lo catalogó alguna vez Armando). En esa ocasión, ya entrada la madrugada y
con la mesa llena de cervezas, llegó un parroquiano a querer enfrentarse con el
arquitecto así nada más porque le caía mal. Preciado y un servidor ya estábamos
con las botellas listas para sorrajárselas al estúpido borracho ese, pero
comenzó la estridente música y el Arqui se lo jaló para platicar en privado:
ahí le puso la regañiza de su vida o la terapia existencial más canija; quien
sabe qué tanto le decía, pero al final el vato salió casi llorando, cabizbajo y
ofreciéndole respetos al “Arqui”. Hasta al Armando y a mi nos fue a ofrecer
disculpas por su comportamiento…
--¿Qué le
dijo, Arqui?-- preguntamos sorprendidos.
--Gajes
de la cantina-- y soltaba la carcajada.
Y es que
convivir con el arquitecto era un deleite. Pocos tuvimos esa oportunidad de
poder convivir de manera tan cercana.
Con el
tiempo y las cuestiones de trabajo, tuvimos pocas ocasiones para poder ver al
arquitecto más seguido. De hecho, debo reconocer que fue el primero que me
ayudó a acercarme a los medios impresos. En ese entonces (no recuerdo el año
exacto, la verdad) su hermano César era el director del diario “El Liberal”; al
decirle que necesitaba trabajo no dudó en llamar a su hermano, pero éste era
inabordable y sólo me recibió su secretaria para entregarle la solicitud de
empleo y adiós.
Luego de
una experiencia por la televisora regional, nuevamente acudí a él para ver si
conocía a alguien con quien podía trabajar, y ahí me recomendó con su hermano
Renato, “El Conta”, entonces director del Semanario Sotavento en su primera
etapa. Ahí aterrizamos y desde entonces seguimos ligados al periodismo. Era el
año 2000.
Fue por
el “Arqui” que me acerqué a esa familia que me ha apoyado tanto (y estaré
eternamente agradecido por todo). Fue por al “Arqui” que conocí tugurios y tuve
consejos sobre cómo sobrellevar la vida, que en ese entonces se me hacía
pésima, una miseria. Su inherente amor a la vida era contagioso.
Es por
eso que hoy duele verlo partir. Su ausencia inmediata pesa. Duele mucho, porque
es de esos amigos entrañables que no volverás a encontrarte nunca en la
vida.
Adiós,
Arqui. Te extrañaremos mucho. Salud.