viernes, 21 de octubre de 2011

INFANTES ATRAPADOS EN EL CAMPO DE BATALLA

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Una excelente y emotiva investigación que nos permite analizar el grave daño que se está haciendo a los niños, a las futuras generaciones en esta cruenta guerra.
… los de adelante corren mucho y los de atrás se quedarán…
tras… tras… tras…
Carlos Javier caminaba a la tienda a hacer un mandado. A medio camino lo envolvió una balacera. Intentó resguardarse del enjambre de balas. No pudo. Los vecinos y el tendero ya habían atrancado sus puertas. Quedó sin refugio. Se tiró al piso hasta que llegó la ambulancia a recogerlo. Ya muerto, agujerado por varias balas. Tenía nueve años.1
… agáchense, y vuélvanse a agachar…
Daniela está en el patio de su colegio. Hace unos minutos se divertía en el recreo. Sabrá la niña de 13 a qué jugaba y con quién platicaba. Ahora está tirada. Y sangra. Tiene un hoyo en la pierna. Es un balazo. Le cayó del cielo. Salió de un helicóptero.2
… un bracito ya se le rompió, su carita está llena de hollín…


Liliana acompañaba a su papá de camino a la guardería. Papá e hija juntos, ¿puede haber mayor alegría? El ambiente en el auto familiar se tornó denso en un parpadeo. Entró un mosquerío de balas. Una se le incrustó en el cuello. La mató apenas cumplidoslos tres años.3


Cada mes se cavan al menos 24 tumbas para albergar huesos tiernos en México.4 Corresponden a los restos de los “ejecutados” más pequeños y más inocentes del conflicto armado desatado durante el sexenio calderonista. Cosidos a balas, despedazados con explosivos, torturados hasta la muerte, heridos con esquirlas
de granadas, asesinados al estilo de la mafia, un niño o una niña caen casi al ritmo de uno por día.


La geografía nacional incorpora nuevos camposantos donde se ven los restos de una camioneta despeñada, con sangre salpicada en los asientos, en los parabrisas y en un cuaderno con forro de Kitty la gatita, en un paraje de la sierra de Sinaloa; una bicicleta infantil abandonada en una calle de Coahuila porque su conductora fue bajada de un tiro en la cabeza, o la película de Shrek en el piso de un camión urbano utilizado como trinchera, el mismo sitio donde cayó herido un vaquerito lagunero de cuatro años.


La bitácora de la violencia infantil tiene escalofriantes registros y, mes con mes, incorpora más niños. Un primer dato extraoficial, proporcionado por la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), daba cuenta de la muerte de 610 menores de 18 años (de diciembre de 2006 a marzo de 2009), atrapados en alguno de los campos de batalla nacionales. De acuerdo con un segundo registro, de año y medio después, la cifra de niños sacrificados se había duplicado.


Cada mes fueron 22 los infantes atrapados justo en la línea de fuego. O en el paredón.5 Para 2010, organizaciones como la Red por los Derechos de la Infancia de México o el programa Infancia en Movimiento contaban que el promedio mensual de menores de edad asesinados es de 30.6. De las 610 muertes que contabilizó la Sedena, una sexta parte ocurrieron en el fuego cruzado entre bandas rivales o en enfrentamientos entre sicarios y fuerzas del Estado. La cifra no incluyó las muertes infantiles que causaron las fuerzas federales. Al menos 73 de estos nuevos angelitos fueron asesinados “de pilón”, por el hecho de estar junto a un adulto que tenía cuentas pendientes con quienes disputan el negocio de la droga o que fue confundido con otro o era considerado un estorbo. Como si fueran extras de una película protagonizada por adultos, los niños que caen en el entorno son bajas que no importan. Pagan con su vida por los de su sangre o por desconocidos.


En la numeralia de la muerte infantil están los hijos de los policías, que seguramente soñaban que de grandes usarían el mismo uniforme y tripularían una patrulla. Pero no los dejaron ser nadie. Padre e hijos fueron a la tumba, como en el caso de Valeria Jazmín y Samantha Julissa, de 12 y 5 años, hijas de un jefe policial de Tijuana.7


Otros fueron forzados a compartir la fosa familiar: como los niños de 4, 7, 9 y 16 años exterminados con saña como desquite porque su hermano mayor —un miembro de la Marina a quien ya habían asesinado— participó en la captura de un narcotraficante. Adultos y niños fueron asesinados como perros, como si su linaje estuviera maldito.8


Rotos todos los códigos de honor suscritos entre mafiosos que ordenaban no meterse contra inocentes, las balas se alojan cada día en cuerpos infantiles. Hay féretros de todos los tamaños. Uno de pocos centímetros, como de cajita de muñecos, quedó a la medida de Alfredo, un bebé de un año y cinco meses rafagueado con su papá en una carrera de caballos.


Los malos se ensañan con los niños, a quienes ven como blancos enemigos. Así ocurrió con el juarense de 10 años cuyo cuerpo fue hallado en la caja de una pick up junto a sus abuelos muertos. Sus pantorrillas, descobijadas por las bermudas, sangraban; su rostro aún sin vello lucía moretones.9 Los tres fueron torturados hasta la muerte. No tuvieron un destino distinto los hermanos Andrés y Cristian, de 10 y 15 años: junto a sus cadáveres había 36 casquillos percutidos de .9 y .40 milímetros; calibres con los que se matan los narcos.10
… Pimpón se va a la cama, se acuesta y a dormir…
E l territorio nacional parece campo minado. Si tuviera que portar una advertencia en letras chiquitas, ésta debería decir: “No amigable para niños y niñas. Manténgalos alejados”.
La cifra real de infantes asesinados es un misterio. Sus casos están revueltos en la fosa común donde se suman cuerpos jóvenes y viejos. El gobierno no hace distingos. Lo que hay son estimaciones independientes, conteos de organizaciones civiles, de medios de comunicación o de académicos, que sumando los retazos
de las cifras oficiales lograron establecer que los homicidios de menores de edad cometidos con armas de fuego se triplicaron este sexenio.


Ahí se puede incluir la tragedia de Alexia Belem, una niña juarense de 12, que andaba nerviosa porque su ciudad estaba convertida en una balacera. Antes de que concluyera el ciclo escolar pidió a su familia que se mudaran a El Paso, Texas, junto a sus abuelos, y consiguió que se lo dieran de regalo de graduación. No vio su regalo: cuando iba a la tienda con unas primas, unos hombres en fuga la subieron por la fuerza a su camioneta y la utilizaron como escudo antibalas.11


En el recuento de los caídos hay que sumar al niño de siete años que era el copiloto de su papá cuando los interceptó un comando de la muerte. El padre alcanzó a pedirle que huyera. Fueron sus últimas palabras. Él obedeció. Corrió para salvarse, pero lo alcanzaron; también lo rafaguearon.
El sufrimiento de otros miles de infantes escapa al inventario de los saldos de la guerra. Como si fueran niños imaginarios, niños que sólo ven otros niños, su desgracia no figura en las estadísticas aunque resulten heridos. Tampoco cuentan las pesadillas de los más de 40 mil huérfanos engendrados por la narcoviolencia. Ni los millares de infantes con pesadillas nocturnas y miedo a asomarse a la calle.


La violencia mexicana no entra en la categoría de lo que las convenciones internacionales llaman “conflicto armado”, aunque la Red por los Derechos de la Infancia de México señala que los efectos que ha ocasionado —muertes, orfandad, traumas, suspensión de clases, desplazamientos forzados, desapariciones— son similares a los de una guerra. En ambos casos a los niños se les violenta el derecho a la vida, a jugar, a desarrollarse en un ambiente protegido, a vivir en paz.


Diariamente, en cualquier rincón del país ocurre al menos un enfrentamiento entre militares y delincuentes. Si se contaran los encontronazos entre bandas rivales por la disputa del territorio, la cifra del riesgo se duplicaría. No es extraño que alguna calle o carretera se conviertan repentinamente en línea de fuego. Los adultos corren a resguardarse. No siempre atinan a hacerlo los infantes.


Pum. En Acapulco cae Mireya Montserrat, de ocho años, aún con el uniforme del colegio, junto a su hermano Carlos, tres años mayor, y su mamá. Globos rosas y blancos y en forma de estrellas adornan su velorio. Pum. Ésa le toca a Antonio, un zacatecano de 13 años sorprendido en la calle por una balacera; intentó
protegerse pero una granada de fragmentación lo mató.16 Ra-tata- ta-ta-ta. El auto donde viaja Aarón es traspasado por más de 30 balazos, uno de los cuales le perfora la cabeza; los sicarios se llevan su cuerpo de apenas ocho años.17 Pum-Pum-Pum. Estos balazos impactan a Laisa, de nueve años, y a Enrique, su hermano menor, que juegan en un parque donde se convierten en pararrayos de las balas que iban dirigidas al patrón de su papá.18 Pum. Ésta tira a Gabino, de 15, que salió a comprar azúcar para el café con el que acompañarían su pastel de cumpleaños. Puuuuuum. Ésa se escucha más fuerte. Es una granada que quema a un niño de nueve años en Guadalajara.19 Puuuuum-Puuuuum-Puuuuum. Esos explosivos matan a 10 duranguenses (7 de ellos de entre 8 y 17 años) que se desplazaban en una camioneta a un pueblo cercano para recibir su beca de Oportunidades. No alcanzan féretro, son amortajados en cobijas.20


En esta guerra no hay un campo de refugiados donde los niños puedan crecer lejos de las balas ni conservar intactos sus sueños.
… el ratón vaquero sacó su pistola, se inclinó el sombrero…


Una de las víctimas mortales era un vaquerito lagunero de cuatro años, malhablado y chambeador, experto en montar yeguas y cuidar chivas. Se llamaba Alan Alexis Martínez y fue herido cuando regresaba del supermercado con su mamá y su abuelo. El camión que los transportaba fue atrapado en el fuego cruzado
entre militares y narcotraficantes. Las películas nuevas que lo emocionaban —Shrek, El Chavo del 8, La Era del Hielo— quedaron regadas.


“Mi hija escuchó que el chofer gritó que se agacharan y se soltó la balacera. Mi nieto venía en el asiento de la ventana, se asustó, se arrimó con mi hija, ella lo cubrió, a los dos los cubrió mi suegro, pero el niño ya estaba herido. Gritaron que los auxiliaran, desesperados, y nadie lo hizo. Cuando bajó con el niño herido los soldados no la dejaron traspasar el retén ni llegar a la ambulancia que estaba detrás.”


Cuando lo impactó la bala, Alan Alexis gritaba: “Ayúdame, mami, ayúdame… Me duele, me duele”. Pero batallaron media hora para conseguir que alguien lo trasladara a un hospital. Cuando llegaron a urgencias ya echaba sangre por la nariz y por la boca. Esto lo narra Violeta Puente Ramírez, la abuela del difunto, una mujer de 51 años, sentada en un sillón de la casa de pintura vieja y moño negro en la puerta. En el asiento contiguo escucha su marido, Cipriano Martínez Hernández, un abuelo joven de 50 años que parece mudo: el nieto era su mejor amigo: despertaba a las seis de la mañana para “pastear” juntos las cabras, ordeñar vacas y montar yeguas. Y como toda persona que se respete, su nieto cobraba por su trabajo para financiarse las maquinitas.


“Como el niño era bien maldiciente me decía: ‘Échame unas pinches galletas y un jugo’, y se iban los dos a las chivas; el niño arreaba unas yeguas, las troteaba como grande. Si mi esposo no le pagaba me decía: ‘Abuelita, este güey no me paga, voy a jugar a las pinches maquinitas, feréamelas [darle feria]’. Nos hacía reír mucho con sus groserías —cuenta nostálgica la abuela—. Era muy listo, parecía que nada se le dificultaba, ayudaba al vecino a acarrear piedras, se juntaba con mayores, no le gustaba el kínder, no sabía tener miedo; en una ocasión se quedó solo en el monte mientras la chiva paría y trajo al chivo cargando ahí nomás.”


La tristeza se respira en esta casa del ejido Santo Niño Agua naval, conurbado con Torreón, donde la foto de Alan Alexis domina la sala. En el retrato tiene tres años, luce traje gris, las manos acartonadas sobre las rodillas, un sombrero vaquero en la cabeza. Mira serio, como incómodo con el disfraz de catrín. Se ve retador con sus ojos negros y grandes.


“En el hospital me dicen que él ya había fallecido por un derrame interno por una bala, y ahí me dicen que mi hija trae una herida en la pierna izquierda y la estaban operando. Ahí duró ella casi un mes en lo que le pusieron el injerto porque la hirió una granada de fragmentación que floreó y le dejó un hoyo de 20 centímetros”, agrega Cipriano aún como sonámbulo.


Los periódicos locales informaron que el arma que asesinó a Alan Alexis fue una Barrette; pero el dato no volvió a mencionarse. Cada que la mamá se entera del asesinato de otros niños en La Laguna se empecina en ir al funeral porque se le revive la rabia y comienza de nuevo a maldecir a los hombres armados, diciendo:
“Si se quieren matar que se maten entre ellos y en el monte, no acá, no acá”.


Alan Alexis ya no pudo realizarse. Decía que de grande quería ser narco. A veces, cuando se enojaba, pedía la pistola, la navaja, el arma que fuera, para vengarse del ofensor. Era colérico. Tenía su carácter. Era un reflejo de la realidad que aprendió. En la tele. En la música. En la calle. O en casa.


… duérmete ya, que viene el coco y te comerá…


La violencia no sólo se traduce en tumbas y en heridas de bala; también en cuerpos donde se aloja el miedo. Jacqueline es una niña que cursa el kínder en una colonia de Nuevo Juárez, y tiembla cada que suena el teléfono de su casa. Llora, pide que nadie atienda. Tiene miedo a ser extorsionada. O a que alguien de su familia lo sea. Cree que es el paso previo a la muerte.


Miguel se paralizó unos segundos al presenciar el ataque de un comando de sicarios a un domicilio que está de camino a la tienda adonde él se dirigía. Después se escondió en un callejón oscuro. “Cuando llegué a mi casa lo primero que hice fue tocarme y buscarme si no traía sangre, pensé que estaba herido […] Mi mamá nada más me alcanzó y me abrazó”, dijo al día siguiente, sorprendido de haber salido ileso.21


La cotidianidad toma la forma de una pesadilla que los niños dejan entrever en sus dibujos. Los preescolares de los jardines de niños cercanos a la colonia Cortés, de Tijuana, pintan policías atrapados, gente escondida debajo de mesas o peatones en shock cuando ven pasar un convoy de patrullas.22 Es el recuerdo de las tres horas de enfrentamiento que presenciaron entre policías y sicarios. E l libro Un, dos, tres por mí y por todos mis amigos retrata bien el imaginario de los niños de Ciudad Juárez. A sus ocho años, Irving Leonardo dibujó un cuadrado enorme, que casi abarcaba la hoja, y un pequeño mono en la esquina, al que explicó así: “Soy yo en un hotel para narcos, con perillas de oro. El que se va a echar un clavado en la alberca soy yo”. Lesli Berzabé, de
ocho años, comentó del suyo: “Es una casa donde unos señores se están balaceando y aquí me pongo muy mal”. Respecto al cuadro que diseñó, Zaira, también de ocho, dijo: “Es una casa con dos cholos fumando. No me gusta ese lugar porque ahí mataron a mi hermano hace dos meses”.


No sólo a los niños norteños se les tuercen los sueños; los michoacanos sorprendieron al jurado del concurso de dibujo organizado por la Comisión Estatal de los Derechos Humanos cuando plasmaron su cotidianidad: ejecuciones, secuestros, tiroteos, persecuciones policiacas, hombres ahorcados, criminales que empuñan cuernos de chivos, autobuses en llamas… La sangre que por momentos parece desbordarse y ahogar al país entero salpica en la cara a millones de niños y niñas, testigos de la masacre cotidiana.


No les queda más que adoptar a la violencia como la compañera indeseable con la que se tiene que compartir la banca. Y con la que después se amigan. Aunque no todos se adaptan ni la sobrellevan bien. En Torreón hay una camada de niños de entre 7 y 15 años de edad con colitis, gastritis, migrañas y crisis de nervios, que dejaron de ser enfermedades exclusivas de adultos y se volvieron contagiosas desde que la región se convirtió en un polvorín.


… Primero verás que pasa la A…


La escuela dejó de ser un lugar seguro. Los niños de kínder encuentran cadáveres amortajados en cobijas; los bachilleres, cuerpos sacrificados y con máscara de cerdo en vez de rostro. Los salones no están blindados y a veces los traspasan balas perdidas, como la que entró en la primaria Francisco L. Urquizo cuando
una maestra tomaba la lista de asistencia. El proyectil rompió un vidrio, traspasó el hombro derecho de Héctor Jesús, de ocho años, que estudiaba en su pupitre; pasó cerca de otros tres niños y no se detuvo hasta topar con un gabinete de metal, cerca del escritorio de la profesora. Afuera de la escuela un joven caía asesinado de cuatro balazos.
Frente a las puertas de un jardín de niños en la colonia Chapultepec, de Cuernavaca, amaneció una amenaza de muerte de un narcotraficante contra el jefe de la policía local. En el kínder federal Elena Garro, de Juárez, otro letrero advertía que si no pagaban una “cuota”, los maestros serían asesinados y los niños
secuestrados; seis escuelas de Ciudad Juárez, Durango, cerraron un mes porque el personal fue extorsionado, y un bachillerato de Guerrero suspendió sus labores por una balacera.


Los alumnos de la primaria Felipe Carrillo Puerto, de Reynosa, sobrevivieron a un enfrentamiento digno de cualquier película de guerra. Escucharon detonaciones durante la clase y cuando se asomaron por las ventanas descubrieron que estaban atrapados en un encontronazo entre militares y delincuentes que pasó de rafagazos a granadazos. Los maestros dieron la orden de tirarse al piso. Los niños dispusieron sus pupitres como escudo antibalas. En
todos los salones hubo crisis nerviosas. Estuvieron dos horas pecho tierra hasta que una hilera de soldados y federales, agazapados contra las paredes, entró a ordenarles que evacuaran el plantel.


En las fotos se ven niños histéricos corriendo, custodiados por los uniformados con fusiles. En la calle había cinco muertos y nueve heridos. Al día siguiente no hubo clase. Todos estaban dañados de los nervios.


Ochocientos niños de la escuela guanajuatense Eufrasio Pantoja fueron evacuados del plantel por una amenaza de bomba. Sus maestros simularon que tenían que bajar al patio a honrar a la bandera y luego los sacaron en grupos. Impotente ante la inseguridad, y para evitar tragedias, el gobierno de Nayarit decretó
que las clases se suspendieran tres semanas antes del fin del ciclo escolar. En Tamaulipas se suspendieron el recreo, los deportes y los honores cívicos en el patio, y una primaria instaló una chicharra que suena como timbre y avisa cuando se desatan las balaceras.


En Guerrero, Nuevo León, Coahuila, Chihuahua y Tamaulipas los niños reciben clases sobre qué hacer en medio de un fuego cruzado; además de la teoría, se les enseñan ejercicios prácticos, como tirarse al piso y arrastrarse como gusanos hasta encontrar algún muro o barda para protegerse. Pero de los recuerdos que se pudren en la mente y se manifiestan en pesadillas nadie los protege.


Julio Rodríguez vive en Ciudad Juárez, tiene nueve años y ya vio el acuchillamiento de una persona y el asesinato de otra. Estaba en plena clase cuando escuchó el frenón de una troca; él y sus compañeros vieron que sus tripulantes se bajaron como demonios y vaciaron el cargador contra un señor que cruzaba frente a la escuela.


A la salida lloraban todos los niños; no los distrajeron las canciones que su maestra intentó que corearan. “Se le hace a uno feo que vean eso, pero ya es normal, pasa todos los días por aquí”, explica su papá.


En casi todos los lugares se esfuma el aprendizaje. Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (ocde), la violencia amenaza el éxito escolar: “Si el niño no se siente seguro y protegido le será difícil concentrarse en el aprendizaje”.
… Que Mambrú ya se ha muerto, lo llevan a enterrar…


Do re mi, do re fa, lo llevan a enterrar…


Desde antes de que comenzaran las vacaciones invernales, los alumnos de las escuelas de la colonia Juárez Nuevo dejaron de asistir a clases. Hubo amenaza de bomba en la prepa, extorsiones en el kínder, balazos en la primaria. No se salvó ni la guardería del barrio, que unos matones en fuga usaron para tomar un atajo. Pasaron encima de los bebés que dormían como bultitos sobre las colchonetas. La cuidadora sólo atinó a regañar a los maleantes porque podían haber provocado una masacre.


La primaria estatal Ricardo Flores Magón de esa colonia tiene un historial de miedo. La primera vez que suspendieron clases fue  en 2008, porque recibieron una amenaza: o cuota o bomba. Otra semana tocó turno a los maestros del kínder ubicado en el mismo predio: o aguinaldo o bomba. Luego se desató una balacera en la banqueta, a la hora de la clase de educación física.


“Los viejos que echaron los balazos les dijeron que se agacharan porque si no les iba a tocar y las niñas no hicieron caso y corrieron al salón. Como le tocó ver la balacera que hubo afuera de la escuela le afectó bastantito, nomás lloraba y lloraba, se levantaba en la noche, tuve que pasar unas cinco noches con ella. Mi niña no quiere andar sola, no quiere que la deje sola, no quiere ni que conteste el teléfono. Ya está saliendo de la crisis, la pobre”, narra la mamá de Carla, de 10 años, estudiante del cuarto de primaria, que presenció la cacería y el asesinato de un vecino baleado a media calle.


Todavía en enero de 2009 los alumnos arrastraban las secuelas del susto por el horror acumulado el ciclo anterior. Para muestra está Valentín, de 11, aficionado al Santos Laguna, como lo publicita el gorro de estambre que lleva en la cabeza, quien de plano se negaba a volver a clases porque estaba seguro de que un cholo rondaba las aulas armado con una bomba. —¿Y si llegan nos van a matar? —preguntaba a su mamá los días aciagos. —No, m’ijo, no los matan. —¿Y qué tal si se meten a la escuela? —insistía miedoso. “Ya no quería venir porque andaba el rumor de que iban a secuestrar niños; yo le dije: ‘M’ijo, en el nombre sea de Dios, tú ve y yo iré a darte tus vueltas’, y como vine unas tres semanas a la hora del recreo y me veía ahí afuera, ya se le empezó a pasar”, explica
su mamá, una mujer que ante su hijo es fuerte pero también vive asustada. Alerta de que en cualquier momento se desate una balacera, se repite internamente: “Ya me va a tocar, ya me va a tocar”.


Las medidas de seguridad que la escuela improvisó debido a la urgencia son los simulacros de balaceras, la prohibición a los niños
de acercarse a la malla ciclónica y la obligación de salir formados.


… la saqué a paseo y se me constipó,
la tengo en la cama con mucho dolor…


Cerca de la primaria vive Vero Arvizu, una niña de siete años que por la violencia dejó de creer en el ángel de la guarda al que rezaba todas las noches. —¿Por qué? —Ya sé que muchas personas se mueren; también niños —responde sin perder la sonrisa pero contorsionándose nerviosa en la silla donde su mamá corta el cabello a sus clientas.


Ése no fue el único descubrimiento que Vero hizo en 2008. Supo también que la ilusión se pierde: —Una amiga me platicó que a Santaclós le habían pedido una
“cuota”. Por eso no le pedí a Santa un regalo caro; pedí nomás una muñeca Bratz, porque yo sé entender cuando hay o no hay dinero. A sus siete años, Vero no tiene miedo del Jinete sin Cabeza sino de los cuerpos decapitados reales que aparecen en la calle. Ella sueña con un mundo feliz donde no existan los noticiarios de la televisión, que la enteran de los hombres empistolados que matan niñas. Hay días en que Verito se levanta sin ganas de ir a la escuela (“pienso que nos van a venir a robar o a hacer algo; como siempre traen pistola, me da mucho miedo”). En su primaria están estrenando director (“es que amenazaron a la directora con poner bombas en la escuela y se fue”). Cree que su vida ha sido mejor que la de algunas compañeras (“a mi amiga que estaba haciendo educación física le tocó una balacera”). Sabe que es peligroso salir a la calle (“al que nos pintaba la casa le cortaron el pie, y a una maestra le tocó un balazo”).


La violencia le ha frustrado planes (“el concurso del Himno Nacional se canceló porque dijeron que pondrían bombas”).


… mas de repente al embarcar, se cayó de la cama y se puso a llorar…


La violencia plaga todo. Invade el ambiente. Deforma los juegos infantiles. Una de las diversiones de moda en las secundarias juarenses es el “queso rallado”, que consiste en rasparle a otro la cara contra la pared por varios metros. Otro es “el poste”, en el que todos los compañeros agarran a uno, lo cargan como si fuera un tronco y estampan su cráneo contra un árbol, una barda o un poste. O si no, lo avientan como muñeco de trapo hacia arriba para que su cuerpo traspase la barda que delimita la escuela y caiga de espaldas en la calle.


Como ha ocurrido en toda la historia, esta generación de niños juega a ser como los adultos. Toma los modelos que ve en la realidad. Si antes los niños jugaban a los policías y ladrones, ahora juegan a ser narcos y soldados, sólo que la mayoría pide estar del lado de los narcos, porque a ellos les va mejor. En Tijuana es común jugar al “levantón”, al “secuestrado” o a la guerra.
“Somos Los Zetas y ya estamos aquí”, fue el letrero con marcador negro que, al inicio del ciclo escolar, encontraron en el baño los niños que cursan primaria en el colegio privado Villa de Guadalupe, en Zacatecas. Aunque las pintas con mensajes y groserías son relativamente comunes en las paredes de los sanitarios, las nuevas eran atípicas: “El que no es Zeta es puto” o “Los Zetas mandan”, advertían en lo que parecía una puntada y se tornó pesadilla. “Al sonar el timbre del recreo, a las 11:30 horas, todos se pertrechaban en el baño. De sus mochilas sacaban pasamontañas negros, guantes de tela y pistolas de perdigones de plástico […] se repartían los puntos de ‘vigilancia’: dos en la puerta principal del colegio, uno en el pasillo general, cuatro en las esquinas del patio, dos en la sala de audiovisual, cuatro en las escaleras y dos en las puertas de los baños. El resto deambulaba por el colegio. Además de sus pistolas de balines y capuchas, cuatro llevaban radios portátiles de juguete tipo walkie-talkie.”


Disparaban y golpeaban a quienes se atravesaban. Al igual que los juegos, subieron de intensidad las advertencias. Las últimas, escritas con rojo, señalaban: “Los vamos a matar” o “Aquí está la sangre de uno que maté”. Los narcojuegos cundieron por el país: en una secundaria juarense 20 adolescentes, de entre 13 y 14 años, jugaban a ser de la Familia y emulaban sus prácticas mafiosas: sometían a sus compañeros, infundían terror, extorsionaban. Permitían el paso a cambio de una “cuota” de uno a siete pesos por día. Hasta los maestros tenían que pagar tributo.


Un salón del kínder Nazario Ortiz Garza, de Monclova, Coahuila, amaneció destrozado y con un letrero en letras rojas en las paredes: “Somos los zetas robamos un niño, denos 5 mil o no lo regresamos”. La Procuraduría de Justicia descubrió que los intimidadores fueron niños de siete y ocho años. Los pequeños incorporan la realidad a sus cantos, a sus juegos, a su vida. Ser narco o sicario es un oficio como cualquiera. Lo dicen en sus charlas: “Una chavala presumía que su papá era de los que daban órdenes a sicarios; después dejó de venir porque mataron al papá en el enfrentamiento de Villa Ahumada. Otro de mis alumnos cuenta muy orgulloso en clase que su papá es narco, aunque está en la cárcel”, dice la prefecta de una secundaria de Chihuahua.


Los scouts inventaron una porra que dejó atónita a Margarita Zavala, la esposa del presidente de la República, cuando, al unísono, mil voces gritaron frente a ella: —¿Cómo se grita en Juárez? —¡Todos al suelo!
—¿Cómo se grita en Chihuahua? —¡Todos al suelo!
—¿Cómo se grita en todo el norte? —¡Todos al suelo!


… escondida por los rincones, temerosa de que alguien la vea…
Una nota de El Sol de Zacatecas del 8 de febrero de 2009 reseña la balacera ocurrida la víspera en Fresnillo, en la colonia Lomas de Plateros: Las fuerzas federales iban a reventar una casa en la calle Sierra Fría […] La respuesta de los presuntos sicarios fue inmediata y lanzaron algunas granadas de fragmentación, y enseguida un militar cayó herido de bala en el rostro […] los militares utilizaron una bazuca lanzando el proyectil en contra de los ocupantes de la camioneta, que salió volando, dos de ellos salieron ardiendo en llamas, mientras los otros quedaron en el interior de la unidad […] dos tipos salieron
gritando de dolor y al parecer estallaron las granadas que ellos portaban entre sus ropas […] varios sujetos que al parecer se disponían a rescatar a los que se habían quedado en el interior de la vivienda, comenzaron a hacer disparos y a lanzar granadas en contra de los militares, en esta acción se vieron caer a varios soldados.


El enfrentamiento, digno de una película de Rambo, se dio en una colonia popular. Cuando cesaron los balazos, hacia las dos de la tarde, y la colonia era sellada por militares y policías federales con metrallas y el rostro oculto con pasamontañas, comenzaron a abrirse las puertas de las casas vecinas, de las que salieron niños, aún nerviosos, algunos pálidos, que miraban a cada esquina para cerciorarse de que el peligro había pasado. Temblando del susto, uno de ellos explicó con voz quebrada que el fuego cruzado lo agarró cuando cruzaba la colonia montado en su bici, vendiendo panes. No tuvo más resguardo que la llanta de un auto estacionado detrás de la que se acurrucó. Al terminar su relato, dice: —Me duele aquí —y se toca el corazón. Los ojos se le nublan. Fue mucho miedo contenido en un envase de un metro, en un corazón de nueve años.


Los que lo rodean no la pasaron mucho mejor. Uno se escondió debajo de la cama, otro detrás del ropero. Gonzalo, un vecino de ocho años que se acerca a la charla, confiesa: —Me dio miedo porque traían pistolas. Poco a poco, los chiquillos reunidos en la calle comienzan a desahogarse. A compartir pedacitos del miedo que albergan.


Como en una catarsis. Uno de ojos claros nomás no puede hablar, rompe en llanto. —Me asusté y mi mamá me metió pa’ la casa y dijo que me quedara ahí cuidando a mis hermanitos, que estaban llorando y yo muy asustado. No recé nada, no sé rezar.
Una niña interviene:
—Yo sí me asusté mucho porque se oyeron muy cerquita los balazos. Me escondí como media hora bajo la cama.
Los niños descubrieron que no están a salvo en sus casas, contrariamente a lo que indican los consejos de los adultos o los exhortos de los políticos que viven en fraccionamientos cerrados de bardas altas. Que no hay rincones blindados donde las balas no lastimen a los niños, ni kriptonita, espinacas o poderes invisibilizadores que puedan salvarlos. Forzados a ser espectadores de la carnicería que cometen los adultos, pagan con dolor en el pecho porque el miedo les machuca el corazón y ni siquiera el ángel de la guarda les garantiza salvarlos de la desgracia.


Algunos ataques ocurren dentro de casa. En esos casos no hay dónde correr a esconderse. No sirven el ropero ni la oscuridad de abajo del colchón. Los niños son testigos o son víctimas, según el humor de los sicarios, según las drogas que lleven en el cuerpo, según el odio que tengan a los adultos y su deseo de desquitarse con su descendencia.


El número de emergencias de Ciudad Juárez recibió la llamada de una niña que pedía auxilio porque sus padres habían sido rafagueados. A sus nueve años quedó a cargo de sus hermanitos de cinco y tres que, como ella, vieron cuando un comando armado entró y los asesinó.


Algunos niños caen también por balas perdidas. Como Daniel, el primogénito de su casa, michoacano de 11 años a quien su mamá no dejaba salir a la calle por miedo a que algo le ocurriera, y de nada le valieron los cuidados que le procuraron: una bala perdida cruzó dos cuadras, estrelló un cristal, entró al cuarto donde Daniel jugaba con su perro y le alcanzó una pierna. Se desangró hasta morir.


En Ciudad Mier, Tamaulipas, un adolescente de 12 años vivió con frío en el alma desde que los narcos se estacionaron en su pueblo. (“Temía que explotaran una bomba, una granada y que la explosión alcanzara hasta mi casa. Me daban escalofríos casi todo el tiempo.”) Su papá sólo lo dejaba jugar a los tazos o ver televisión, siempre tirado al suelo para cuidarse de los balazos. (“Cuando empezaban las balaceras me daban ganas de ir al baño a cada rato, tenía miedo de que se metieran a mi casa.”) Con su familia dormia en el piso. Comenzó a caminar a gatas, desde que soñó que a su hermanito lo mataban por ponerse de pie. Tuvo otras pesadillas: “Que salía para afuera, estaban todos los señores y venían otros, yo gateaba, pero empezaban los balazos ¡y yo afuera!”


… ¿Qué nombre le pondremos, matarilerileró?


Le pondremos una guerra, matarilerileró…


La calle es considerada un lugar donde los niños pierden la inocencia. Como si fuera una necrópolis, en Juárez, la ciudad puntera en número de homicidios, los infantes se acostumbran a convivir con los muertos, a socializar con ellos. Pequeños de entre 6 y 10 años utilizan la cámara de su celular para llevarse de recuerdo las imágenes de los “ejecutados” del día. Los vendedores ambulantes se apresuran a ofrecer sodas, papas chilosas y bolis que los mirones masticarán para tragarse la impresión.


En Chihuahua o Zacatecas, en Coahuila o Guerrero, los pequeños presencian desde la primera fila la agonía de los recién asesinados con la misma atención con la que miran una película de caricaturas. Se acostumbran al espectáculo de mirar a los vecinos moribundos, al hermano ya sin vida, al papá tirado como fiambre en plena calle.


—Quiero que los maten a todos —dice Magdalena, una juarense de 12 años que desde la banqueta observa con una amiga el cuerpo de un hombre recién tiroteado, flotando sobre un charco de su propia sangre. —¿Por qué quieres eso? —Hace un mes mataron así a mi papá. Vendía hamburguesas, no quiso pagar la extorsión —explica seria mientras mira sin rastro de emoción el cadáver del vecino.


Una de las aficionadas a la muerte es Evelyn, una bebé que apenas puede caminar sola y desde el cofre de un auto chueco, sin placas, donde la sentó su mamá, mira cuando los forenses levantan un cadáver. No sabe aún decir su edad, la indica con los dedos. Tiene dos años. Pero sí puede contestar una pregunta: —¿Qué estás viendo? —Hay un mue-to.


Los psicólogos advierten que, al naturalizar la muerte, los menores juarenses están adquiriendo una “naturalidad patológica”. La violencia extrema es un hábito que ocasiona anécdotas como la que cuenta una abogada de Chihuahua, que cuando le avisó a su hijo que acababa de morir su abuelita, el chamaco respondió:
“¿Y cuándo la ejecutaron?”
E n la colonia Luis Echeverría, donde yace muerto un muchacho de 19 años, conocido por todos los vecinos como el Güero, se asoma un grupo de cinco chamacos (Cristian, de 7; Irving, de 10; Jonathan y Ángel, de 11, y Jesús, de 12) aficionados a husmear en la agonía ajena.
—Es el Güero, de allá arriba; vendía paletas —explica uno.
—Y droga —complementa otro.
—No lo mataron con un cuerno largo; lo mataron con balas, con una pistola chiquita —agrega otro como si fuera un experto en calibres.
Detrás de la cinta de plástico amarilla que colocaron los militares que resguardan la escena del crimen, los niños parecen hipnotizados mientras miran desde lejos cómo los peritos maniobran para levantar al Güero.
—Lo aventaron bien feo pa’ dentro de la camioneta —se queja enojado uno de los pequeños mirones—. Es que los del Semefo son bien groseros, lo aventaron de cabeza como pinche perro.


Abuelito, dime tú, qué sonidos son los que oigo yo.


Abuelito, dime tú, por qué yo en la nube voy…


En Ciudad Lerdo, Durango, Daniel Alejandro sonríe desde una fotografía en la que posa con una simpática gorra de delfín; en otro retrato se le ve orgulloso por su graduación de primaria; en otro, ampliado, se le ve trajeado, lo rodea un rosario y unas veladoras. Tenía 12 años cuando una bala le perforó la cabeza una tarde en que él, su mamá (Guadalupe Cervantes), su hermana y varios vecinos regresaban de la tienda. Fue a un par de cuadras de su casa. Todos en el carro escucharon el impacto que fracturó el vidrio. Su mamá lo atribuyó a una pedrada; luego miró bien y vio a su muchachito desvanecido. El parte médico le aclaró que tenía muerte cerebral y una bala alojada. Los vecinos rumoran que lo mató el Loco, un hombre que tiene una narcotiendita junto al motel Palmas y a quien le da por salir empistolado a disparar como psicópata al aire.


La señora Lupe, como la llaman, está encerrada en la oscura casa que los dos habitaban, como las viudas bíblicas que se enclaustran y se untan ceniza. Aprovecha cualquier oportunidad para hablar de su niño, el más chico, el segundo, al que batalló 13 años en “encargar”. Tan repentina fue la muerte como el velorio, por lo que posiblemente Daniel Alejandro ni siquiera se ha dado cuenta de que ya no está entre los vivos.
“Mi niño aquí anda en las noches —dice ella—; los perros le ladran a este sillón y cuando los veo ladrándole le digo: ‘M’ijo, ¿ahí estás?’, y él me dice que no se ha dado cuenta de que está muerto porque fue todo tan rápido y tan violento. Y fíjate nomás, ¡él ni siquiera está descansando tranquilo! Y yo no puedo hacer nada, nadie me hace caso, nadie me escucha, no sé cómo buscar al gobernador, no tengo dinero ni para poner una carta abierta a Calderón. ¿Cómo no le pasa esto a uno de los hijos de ellos?, ¿por qué a los nuestros, si no tenemos ni quien nos cuide? Veía en la tele eso de la violencia, eso de las drogas, la oía, nunca pensé… nunca pensé…”


Lupe toma una bolsa y la desdobla; va mostrando las fotos de su muchacho: “Ésta es de su graduación de sexto… ésta es con una amiguita… en la feria de Gómez Palacio… junto a las camionetas de Monsters…” Muestra después unas cartas escritas con pulso infantil, para develar el alma tierna de su Daniel envuelta en un sobre morado —con dibujos de pinos y caramelos navideños de fondo—, dondese lee: “Mamá: Si yo tuviera que morir por ti ni siquiera lo pensaría, todo lo que necesito me lo has dado aunque no tengas lo suficiente te las as ingeniado, siempre me has cuidado de cualquier persona
que me quiera hacer daño…” “Disculpa que saque mis cachivaches —se excusa la mujer—. Era un niño bello, bello, bien chiplón, tierno, de puros dieces y primeros lugares… Malditos, todo esto que está pasando es tan estúpido. Este 3 de julio él fuera a cumplir 13 años, ya había vistola batería que quería de regalo en Sears, pero me lo quitaron, me quitaron un pedazo de mi vida, le arrancaron su vida de trancazo, de una manera cruel, de un calibre que se expandió en su cabeza y no le dejó nada. No es justo todo este relajo, no es justo, sólo por pasar por el lugar equivocado a la hora equivocada…”


… como mi papá, como mi papá, qué lindo sería parecerme a mi papá…


De los 610 muertos que menciona el reporte del ejército, la mayoría (427) habrían sido reclutados como sicarios bajo la lógica conocida: niños solos y en la miseria, captados con migajas: un poco de atención, probaditas de mariguana y algunos billetes. Su primer trabajo es como espías; después, como matones. Ofrendan sus vidas en el experimento. Como el niño de 16 años asesinado en Taxco, rodeado de cuerpos adultos.
A una tercera parte de estos menores asesinados no los reclama ningún familiar: sus restos son enviados a la fosa común, al amparo de las tumbas; son los otros “ni-nis”, los “no identificados”. En general son adolescentes que no pasaron sus veranos en campamentos de excursionistas sino en campos de entrenamiento de narcotraficantes, donde les enseñan a matar. Unos fueron reclutados a través del consumo de las drogas que en regiones como la
Sierra Tarahumara es causa de alarma porque 6 de cada 10 niños consumen algún tipo de sustancia adictiva y hasta menores de 6 años le entran a la mariguana.


Pasaron de las armas de plástico a las verdaderas. De los balines a la pólvora. Porque éstas les quedaron al alcance de la mano. Fue fácil. E n este país donde las armas se cuelan por la frontera porosa, conseguir una pistola es tan simple como intercambiar canicas o calcomanías. “En la primaria detectamos a un niño de ocho años con una pistola en la mochila. Se le hizo fácil cogerla de su casa”, dice un maestro de Juárez que pide el anonimato.


Las charlas de los niños revelan su atracción por el negocio de lo ilícito o las armas. Sus aspiraciones a futuro: —Yo quiero ser soldado, soldado de otro color, para ir a la guerra a matar a los demás —comenta uno de los niños que miran cadáveres en Juárez. —Yo, policía para salvar a la gente del peligro y para ir a la guerra —dice otro.


Así le ocurrió a Axcel Armando, un niño juarense de seis años entrevistado por reporteros al salir de su casa, que recién había sido escenario de una batalla campal entre su padrastro y la policía que quería capturarlo. La vivienda todavía apestaba a los gases lacrimógenos que aventó la autoridad, y que obligaron a Axcel, a su hermanita de cuatro años y a su mamá a esconderse en el baño y escapar por una ventana. E n la calle, cuando le preguntaron el oficio de su padrastro, contestó inocente: “Mi papá se dedica a cortarle la cabeza a los malandros y tiene pistolas cortas y largas que se cuelga en el cuello cuando se va a trabajar.” A un lado, su hermanita de cuatro años hizo un gesto como de fajarse una pistola. Ése es el recuerdo de papi, el proveedor; ya no es médico ni arquitecto, el suyo corta cabezas. Es su modelo de vida en esta sociedad que incuba infantes marchitos por el miedo, enfermos por la violencia social que alcanza niveles epidémicos, que se habitúan “psicopatológicamente” a convivir con muertos; niños y niñas supervivientes.

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