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Agencia Reforma
Domingo 3 de abril de 2011
Agencia Reforma
Domingo 3 de abril de 2011
MÉXICO, DF. “La aureola de polvo que levantaba la camioneta delantera dificultaba la vista del terregoso camino serrano. La Hummer blanca modelo 2007 quedó atrás de la caravana. Sus tripulantes, jóvenes que iban de un rancho a otro al festejo de una quinceañera, vieron las luces del zancudo camión militar que los rebasaba. ‘Son los guachos’, alcanzó a decir al resto Zenón, el conductor, antes de que unos balazos se incrustaran en la carrocería de la camioneta. El joven frenó en seco; un granizo de disparos atravesó el auto y le agujeró la cabeza. Del exterior escucharon la orden de hacer alto, pero muerto el piloto la camioneta deslizó hacia atrás. Eso provocó otra rafaguiza. Manuel, el copiloto, intentó dos veces abrir la puerta pero no lo logró: murió acribillado. Zenón murió con la cabeza destrozada, el rostro borrado. A Geovany también le tocaron la cara. Irineo fue perforado del pecho”.
La historia -en la que los militares llegaron a planear matar a todos los sobrevivientes del incidente para borrar su testimonio- transcurre en Badiraguato, Sinaloa, el 28 de marzo del 2008. Su desenlace es contado por la periodista Marcela Turati en el libro Fuego cruzado (Grijalbo, 2011).
En 326 páginas, la reportera chihuahuense plasma decenas de historias sobre los “daños colaterales” de la guerra de Felipe Calderón, y narra la vida de algunas de las víctimas atrapadas en la guerra contra el narco.
Con la experiencia de haber reporteado estas historias durante cuatro años, Turati concluye: “en esta guerra nadie se preparó para atender a las víctimas. No hay un programa de gobierno diseñado para atender a los familiares de los muertos, de los que ellos llaman ‘víctimas colaterales’ ”.
Turati habló con decenas de familiares de hombres, mujeres, jóvenes y niños caídos por “errores” de las fuerzas federales, por abusos de soldados o marinos, o por estar en medio de un enfrentamiento entre sicarios y policías. En esos diálogos registró temor, frustración, sed de justicia y rencor.
Sentimientos que, asegura, generan una distancia cada vez mayor entre la sociedad y el Estado y que erosionan la imagen del Ejército.
“Siempre he escuchado que la gente dice ‘yo estoy a favor de la lucha contra el narco, yo apoyaba que el Ejército entrara, pero no así’. Pero cuando se empiezan a ver enfrentamientos en las ciudades, cuando se da esto de no saber si el Ejército está protegiéndote o en tu contra, si van a cometer ‘errores’ o te van a confundir con un sicario, la gente dice: ‘que vayan y se peleen en el cerro’ ”, comenta.
En sus crónicas, Turati detectó que lo primero que hace la autoridad es señalar como delincuentes a todas las víctimas de un asesinato, y sólo en casos excepcionales investiga para determinar si el “ejecutado” tenía o no vínculos con el crimen organizado.
También registra que la Secretaría de la Defensa Nacional cuenta con un programa de atención a víctimas, pero dirigido únicamente a aquellos casos en los que se acredita que un inocente murió por fuego de un elemento militar.
“Se les da a los familiares una compensación de 150 mil pesos por fallecido, y punto”, refiere.
La PGR, por su parte, cuenta con psicólogos que atienden a las personas que van a reclamar que se investigue la muerte de un familiar caído en un enfrentamiento o ejecutado por una banda del crimen organizado. Sin embargo, afirma, son pocos los que se acercan y muchos menos los que quedan satisfechos.
“Los psicólogos de la PGR siempre les dicen ‘ya olviden’, y ese tipo de respuesta no es lo que la gente busca, ni necesita. Otra cosa que siempre te van a decir los familiares de una víctima es que, antes de una compensación, lo que inquieren es que se haga justicia”, explica.
Uno de los capítulos más crudos de Fuego cruzado se titula “Infantes atrapados en el campo de batalla”. En él, Turati narra historias de niños caídos en esta “guerra” y menores que presenciaron el asesinato de sus padres.
Según información registrada en el libro, tan sólo en Ciudad Juárez hay 10 mil menores que quedaron huérfanos en los últimos cuatro años. Y tampoco a ellos los ha atendido alguna institución federal. En pocos casos, afirma, los gobiernos estatales llevan a cabo programas para proteger a esos huérfanos.
“A esos niños también se les debe atender, sean hijos de un militar o de un sicario”, alerta.
Turati concluye que la falta de un programa efectivo de atención a víctimas y sus familias está generando un sector de mexicanos que ya no confía en su Ejército ni en sus instituciones. Gente con un fuerte resentimiento social; que de pronto empiezan a padecer angustia, depresión, enfermedades crónicas; a los que además la desgracia les generó un problema económico importante, pues en la mayoría de los casos el que muere era proveedor de la casa.
“El gobierno tiene que atender a esa población”, añade, “y reconocer además a los ciudadanos inocentes que están cayendo en esta guerra, limpiarles el nombre, porque eso de decir que ‘son los menos’ y que la mayoría de los ejecutados caen porque ‘en algo andaban’ y echarles encima la sospecha, es como volver a matarlos”.