Blanche Petrich / V / La Jornada
Ciudad de México. María del Carmen Alonso Acevedo, de 57 años, recuerda el día que fue levantada por policías de la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia y llevada a las galeras de Tlaxcoaque. Esa fecha su hermana mayor cumplía 15 años y su mamá había ido a verla al Tutelar de Menores, para llevarle su pastel y unos chuchulucos. Maricarmen tenía 12 años y “por imitación y por rebeldía” se había lanzado también a la aventura de vivir en la calle, andar en pandillas de niños, robar para comer y “pues… para nuestras drogas”.
A esa edad, esta niña de la calle supo lo que es la tortura y la prisión ilegal, aunque sólo ahora sabe que aquello que sufrió es una grave violación a sus derechos humanos.
Los rasgos más extremos de la policía capitalina que operó bajo las órdenes de los generales Luis Cueto y Raúl Mendiolea, de Arturo El Negro Durazo y Francisco Sahagún Baca, no excluyeron a los niños entre sus víctimas.
Ni a jóvenes, por el simple hecho de tener el pelo largo o llevar en la calle un churro de mariguana. Esa experiencia la vivió Luis Manuel Serrano Díaz, cuando tenía 17 años. Fue detenido en la colonia Insurgentes Mixcoac, a pocas cuadras de su casa, con sus hermanos. Dentro de su vocho se estaban dando un toque.
Serrano es artista plástico y dirige el taller de collage en el centro penitenciario de Santa Martha Acatitla, Las Liternas de Santa Martha. Su caso no pasó a mayores. Los jóvenes fueron liberados a las pocas horas. La niña Maricarmen, sin embargo, no tuvo igual suerte.
Como 40 chamacos
“Y ni crea que éramos pocos. El día que me llevaron vi como a 40 chamacos. Casi todos éramos niños de la calle; a los varones les decían los pelones porque los rapaban. A las niñas no; sólo nos echaban el cemento que inhalábamos en el pelo. Igual después también nos teníamos que rapar.”
Nada ha olvidado de esos ocho días que pasó en los sótanos de Tlaxcoaque. “Me agarraron en la TAPO. Andaba pidiendo para comer. Alguien me encargó que le cuidara una canasta de dulces y ahí me cayeron. Dijeron que llevaba mariguana, pero no. Desde que nos subieron a la camioneta, de esas blancas que decían Prevención Social, nos empezaron a dar toques por todos lados. Y les daba risa. Ya adentro, cachetadas para todo. Y regaderazos de agua helada”.
Hace unos días, caminando por la calle Corregidora, en el Centro Histórico, vio en la pared un cartel medio desprendido. Bajo el título “La memoria cuenta la historia” se lee una convocatoria a quienes quieran compartir sus testimonios sobre violaciones graves a sus derechos humanos cometidos en Tlaxcoaque entre 1957 y 1989.
“Uy, ahora sí. Hasta que se acordaron de nosotros”, se dijo. Para ella, ese llamado a formar parte de la historia de la ciudad ha sido una de sus mayores reivindicaciones. “Siempre pensé que lo que los niños y niñas vivimos en ese lugar espantoso se tiene que conocer. Pues a ver si con esto ahora sí.”
Terminó de desprender el cartel, lo dobló con cuidado y lo guardó en su bolsa de mandado. En cuanto pudo buscó la dirección indicada en la gentrificada colonia Hipódromo Condesa, Casa Refugio Citlaltépetl (CRC) –designado sede para recibir los testimonios de las víctimas por el Mecanismo para el Esclarecimiento Histórico (MEH)– y se apuntó para dar su testimonio. Ante la directora de CRC, María Cortina, desdobla su cartel y pregunta: “¿Es aquí?”
Peleas de niñas, diversión de policías
Continúa su relato para este diario: “Como yo era de las peleoneras, un día me llevaron a otro lugar, una casa que no sé qué era. Ahí me pusieron con otra niña más grande a que nos agarráramos a catorrazos, hasta sacarnos sangre. La que sangrara primero perdía. Como un espectáculo para los policías. Ellos ahí nada más mirando, riéndose. Lo hacían seguido. Era su deporte. Yo terminé bien madreada”.
Pregunta: “¿Eso también es tortura? ¿Usted cree?” Ya adulta, Maricarmen descubrió que había una expresión, derechos humanos, que la inquietó. Entonces se puso a averiguar y a platicar con gente, a leer. Y entendió que eso es lo que habían pisoteado en su vida temprana.
“Aparte de los manguerazos y las mentadas de madre a mí no me hicieron nada más, pero todo el tiempo oía los lamentos de los torturados. Yo veía que tenían detenido a mucho chamaquito de huarache. En la calle conocí muchos así, eran campesinos, venían de los pueblos, de lejos. A muchos los mandaban sus mamás a buscar a sus papás y pues se perdían en la ciudad y nunca encontraban a sus padres. Luego supe que la policía levantaba lo que encontrara, menores o mayores de edad, porque les pagaban por remisión. Y a base de aterrorizarlos les echaban cualquier delito que se les ocurriera.
“Hasta que un día llegaron como a inspeccionar unos señores de civil y dijeron: ¿Y a esta niña porque la tienen aquí? Sáquenla, porque si no nos va a caer la bronca. Y entonces me llevaron con mi mamá.”
De regreso a su casa nada cambió. La madre, analfabeta, se partía el lomo trabajando y poca atención ponía en sus hijas. Carmen volvió a la calle, a robar y a drogarse. En esos andares aprendió una expresión nueva, una pregunta común que se hacían entre ellos, los niños de la calle: “¿Ya fuiste a tocar el piano?”. Significaba si ya te habían llevado a la jefatura de policía, porque ahí te toman las huellas de todos los dedos.
“Y me levantaron muchas veces más, pero ya nunca me bajaron a galeras. De las oficinas me volvían a sacar a la calle. Ya más grandecita, a los 16, me llevaron al Campo Militar 1. Me acusaban de asociación delictuosa. Pasé 15 días con los ojos vendados. Y después, a la calle otra vez.”
Dos años después quedó embarazada. “Y ahí le paré. Ya con hijos como que aprendí la cultura de protegerme. Y me regresé a casa de mi mamá, a ayudarla con la cocina, a criar a mis hijos. Me enderecé.” Ha criado a dos hijos, los dos gente de bien. Su vida también ha sido de trabajo rudo. Heredó el negocio de comedor de su madre en Tepito y ahí sigue. Con el peso de Tlaxcoaque en sus recuerdos de niñez.
Ni tan greñudos
Sucedió en las callecitas de la colonia Insurgentes Mixcoac, a espaldas del entonces cine Manacar. Tres jóvenes, ni tan greñudos ni ligados a la marcha que fue masacrada el 10 de junio de 1971 (Jueves de Corpus), fueron perseguidos con saña y detenidos en un operativo policiaco de película, en el que intervinieron varias patrullas y hasta un helicóptero.
“Salimos en el Volkswagen de la familia. Tenía 17 años”, relata Luis Manuel Serrano. “Mis hermanos sacaron un toque. De pronto nos vimos rodeados de patrullas, encañonados por varios policías.”
Y así, encañonados, los llevaron a los sótanos de Tlaxcoaque. El jefe de la policía era Jorge Obregón Lima, también militar, uno de los cuadros formados por Miguel Nazar Haro para golpear a las disidencias de todo tipo.
Poco a poco los muchachos Serrano empezaron a entender. Habían reportado que un vehículo azul iba detrás de una camioneta de valores para asaltarla. Los “confundieron”. Entre tanto, otra patrulla se dirigió a la casa de los jóvenes para verificar su identificación. En cuanto le informaron a la madre la situación de sus hijos, ella saltó dentro de la patrulla y no hubo modo de hacerla bajar. Tuvieron que llevarla a Tlaxcoaque. Ahí se aclaró el malentendido.
“No pasó a mayores. Sólo nos tocó el clásico ‘disculpen, güeros’ y nos dejaron ir. Todo eso ocurrió en el contexto del barullo estudiantil, del inicio de la guerra sucia. Entonces, ser jóvenes, llevar cabello largo, con el agravante de estudiar en escuela pública y ser o parecer jipi era objeto de criminalización.”